martes, 13 de noviembre de 2012

El Árbol de Navidad.


El bueno de San Francisco de Asís vivía la Navidad maravillosamente. Cantaba, danzaba, contagiando su felicidad. Si el día 25 caía en viernes, lo celebraba en grande. En fecha tan entrañable no se podía ayunar. -Si las paredes pudieran comer carne, hermano León, se la ofrecería para que también ellas pudieran celebrar el nacimiento del Niño Dios– les decía con ternura.

En una fría noche de invierno, se le ocurrió la genial idea de avivar el recuerdo de momento tan augusto. Y representó con figuras humanas, de carne y hueso, la escena de el Nacimiento. Lleno de emoción cantaba con sus frailes: -Si el rey fuera mi amigo, le pediría sembrar de trigo todas las calles durante la Navidad, para que hicieran también fiesta los hermanos pájaros... Porque Cristo ha nacido. Y así, entre cantos y danza, entre algazara e ilusión, el buen fraile ponía en escena junto a la Familia Sagrada a Adán y a Eva, al diablo, al ángel del Paraíso con su espada flamante y al árbol del fruto prohibido: ¿un manzano?

Desde el siglo XVII, junto a las manzanas cada familia cuelga una oblea. ¿Por qué? A la manzana, que ha sumergido al hombre en este valle de lágrimas, se contrapone la oblea, que representa el pan de vida. Y poco a poco, con el correr de los siglos y de la imaginación, se le han añadido dulces y golosinas, luces y colores, esferas y figuras.

El antiguo y legendario árbol del primer pecado reconquista un nuevo verdor. El árbol de Navidad vuelve a ser el árbol de la vida. Los mismos cantos recuerdan ecos lejanos: "Hoy nos vuelve a abrir la puerta del Paraíso. El querubín ya no la defiende. Al Dios Omnipotente alabanza, honor y gloria".


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